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Misión Imposible

A propósito del nombramiento de Daniel Urresti como ministro del Interior, difundimos este informe de PODER (diciembre 2013) sobre el trabajo de quienes encabezaron esta cartera en los últimos años. 

Publicado: 2014-06-25

El 2013 quemó al ministro Wilfredo Pedraza y alumbró a otro, Walter Albán. Una desencantada mirada a la experiencia de diecinueve ministros del Interior de los últimos cuatro Gobiernos. La importancia de conocer el sector y controlar a la Policía. Los retos de Albán.

Por RICARDO UCEDA / INFOS

En su última exposición ante el Congreso, el ex ministro del Interior, Wilfredo Pedraza, confesó que no había podido desentrañar el misterio que estaba detrás de las órdenes de la aparatosa vigilancia policial a López Meneses durante un año. Poco después, renunciaría.

—Eso es inconcebible en un ministro del Interior —dijo un ex titular de esa cartera—. Yo hubiera reunido a todos los generales de la Policía inmediatamente después de estallado el escándalo y no los dejaba salir cinco, diez horas, veinticuatro horas, si no me decían qué había pasado allí.

La mayoría de entrevistados para esta nota, ocho ex ministros, coincidieron con esta afirmación. Con mayor rotundidad quienes accedieron al cargo después de haber sido jefes policiales. De acuerdo con su criterio, el ministro del Interior debe poder ejercer un control efectivo sobre la PNP, no a un nivel extremo pero sí al punto de saber qué está pasando en los territorios sensibles del sector. De lo contrario, añaden, tarde o temprano el defecto le va a pasar la factura.

—El jefe del sector debe tener varias cualidades, la principal el liderazgo, pero sobre todo ser alguien a quien no le cuenten cuentos —dijo otro ex ministro. Para un experto civil, si bien la autoridad y el liderazgo son indispensables, no explican por sí solos el problema reciente, pues el caso López Meneses refleja la permanencia de problemas de fondo. Su red de contactos, que incluye personajes de todos los Gobiernos democráticos que sucedieron a Alberto Fujimori, es una señal de la complejidad de la situación. El sucesor de Pedraza, el abogado Walter Albán, aún no tiene las respuestas al misterio. Cuando accedió al cargo, el tema ya estaba en manos de Inspectoría.

Albán mira hacia adelante, sin detenerse en el charco en el que se ahogó a su antecesor, pero es imposible que avance sin una reflexión sobre la naturaleza de la crisis que lo llevó al cargo. Actualmente se investiga la existencia de una red ilícita de reparto de influencias y actividades encubiertas. En lo que toca a Interior —la denuncia también implica a Defensa, las Fuerzas Armadas y otros sectores—, esto se relaciona con el avance de la corrupción en la Policía en niveles nunca antes conocidos. Más adelante en esta nota se refiere cómo un ministro obtuvo información directa sobre cuánto se pagaba por los ascensos a general. Pero los expertos en el sector conocen que la corrupción tiene hasta cuatro líneas más: compras, robo de gasolina, fraude en la investigación criminal y coimas de tránsito. Cuando los corruptos de la Policía se alían con la delincuencia más avezada, se produce un cóctel pavoroso. Como la ciudadanía lo sabe, eso en cierta forma explica que, de acuerdo con datos del Ministerio de Justicia, el 86,7% de la población percibe que será víctima de un hecho delictuoso. En el 2011, según el Latinobarómetro, la tasa de victimización era del 40% (es decir, al menos un miembro del 40% de los hogares encuestados había sido víctima de un delito). Y el 86% creía que la delincuencia había aumentado.

Un ministro del Interior solo puede contrarrestar estos problemas en entendimiento con otros sectores, incluidos los civiles, en el arco de una política gubernamental. Hasta ahora esto solo ha existido en el papel y aún no se sabe si la situación cambiará. Pero sí es posible reconstruir cómo se llegó a la frustración actual luego de trece años de Gobiernos democráticos. Es otra reflexión necesaria, dentro de la cual destaca el tema de la extrema vulnerabilidad de los ministros del Interior. Comenzamos con el caso de Antonio Ketín Vidal, nombrado en el gabinete de transición de Valentín Paniagua, en noviembre del 2000.

Ketín Vidal venía de ser jefe de la Dirección Contra el Terrorismo y director de la PNP, y era además uno de los mayores expertos en inteligencia. El Ministerio del Interior había sido uno de los brazos operativos de Vladimiro Montesinos. En algunos aspectos institucionales —presupuestos, valores éticos— estaba en escombros. En su primer día de trabajo, Vidal tuvo que descerrajar el local del ministerio para poder entrar y luego se reunió brevemente con el último encargado de la cartera del régimen de Fujimori, Fernando Dianderas, a quien la justicia anticorrupción condenaría por enriquecimiento ilícito. Aunque una de las necesidades era reorganizar el ministerio, era obvio que no podrían hacerlo en ocho meses.

En su diagnóstico inicial, el nuevo ministro estableció que la PNP, entonces con 94.346 efectivos, exhibía fortalezas pese a sus problemas. Era eficiente en la lucha contra el terrorismo, el tráfico de drogas y la criminalidad organizada. La PNP, definitivamente, sería uno de sus principales focos de atención. Otro, la Dirección de Gobierno Interior (DGI), con nada menos que 25 prefectos, 194 subprefectos, 1.826 gobernaciones y 30.446 tenencias de gobernación. Este ejército de personas son, desde siempre y hasta ahora, representantes políticos del Gobierno de turno y tienen un alto valor simbólico en el interior el país. Pero Vidal esperaba que fuera el director de la PNP quien se encargara de los asuntos de la Policía y el viceministro de la DGI, luego de reestructurarla. En cuanto a la reforma del sector, formaría un equipo de trabajo que formulara bases que pudieran ser asumidas por el próximo Gobierno. Él quería dedicarse ante todo a la captura de Montesinos.

De hecho, dedicó el ochenta por ciento de su tiempo a este objetivo. Conformó el Equipo Zeus, destinado a apoyar en las investigaciones que otros sectores hacían sobre Montesinos, y el Equipo Odessa, concentrado en trabajos de inteligencia para la localización del prófugo. Odessa hacía vigilancia y tenía informantes y colaboradores en el Perú y en el exterior. Vidal viajó varias veces al extranjero e informaba al Presidente y al premier, Javier Pérez de Cuéllar. Pero mientras que la búsqueda avanzaba y finalmente rindió frutos —Montesinos fue capturado en junio del 2001—, a Vidal percibía que la labor del jefe de la PNP no le satisfacía. Al punto que se convirtió en un problema de fondo.

Cuando asumió el cargo, Ketín Vidal propuso al presidente Paniagua una terna de tres oficiales con méritos profesionales, que estaban libres de acusaciones. Por entonces llovían denuncias de corrupción contra uniformados de la Policía y las Fuerzas Armadas. En la reunión de gabinete donde dio cuenta de la terna, Paniagua le preguntó al ministro: “Y de esos propuestos, ¿cuál es el que usted propone?”. Vidal recomendó al general PNP Gustavo Bravo, y el nombramiento fue cosa hecha. Con el paso de los meses, sin embargo, las relaciones entre ambos no funcionaron. Bravo convocó a una reunión nacional de jefes policiales sin avisar al ministro, algo que es de uso. Vidal decidió anularla después de llamarle la atención. Luego Bravo volvió a intentarlo. Hubo un tercer incidente, que decidió al ministro a plantearle la remoción a Paniagua.

De acuerdo con Vidal, en marzo del 2011 pidió una cita con el Presidente para decirle que había cometido una equivocación al recomendar a Bravo como director de la PNP. Ahora no tenía otra salida que plantearle una disyuntiva: o se iba Bravo o se iba él. Le mostró dos documentos. Uno con el cese del oficial y el otro con su renuncia.

Hablaron sobre las circunstancias que motivaban el pedido. Paniagua dijo que no quería prescindir de la colaboración de Vidal como ministro, pero que le preocupaba que la remoción causara problemas internos. Vidal le aseguró que no los habría. Entonces el Presidente pidió el documento que cesaba a Bravo y lo firmó. Luego firmó el nombramiento del sucesor, el general Armando Santisteban. Cuando Vidal se iba, le dijo:

—Lo manejará bien, ¿no?

Este episodio demuestra que Ketín Vidal pudo haber dejado el cargo si Paniagua se mostraba reticente a cambiar al director de la PNP. Como más adelante veremos, los ministros del Interior que vienen de la Policía saben que su éxito depende del manejo que tengan sobre su antigua institución, y aún ellos, pese a su experiencia, pueden ver afectada su estabilidad por contradicciones con el comando policial. Hay ocasiones en que esto ha determinado su renuncia. Es uno de los principales factores.

En julio del 2001, instalado Alejandro Toledo en el Gobierno, Fernando Rospigliosi fue su primer ministro del Interior. Inicialmente no quería estar en esa cartera —hubiera preferido Defensa—, pero después le agarró el gusto. Reclutó como viceministro a un civil experto en temas de seguridad, Gino Costa, a quien hasta entonces no conocía. Costa llevó como asesor a un amigo suyo, Carlos Basombrío. Y así fue tomando cuerpo un equipo de civiles que se plantearía una ambiciosa reforma después de que, el 22 de febrero del 2002, una Comisión Especial de Reestructuración presentara un informe de situación y propuestas. Esta comisión, presidida por el ministro e integrada por funcionarios, policías y expertos, encontró graves deficiencias en todas las líneas. Destacaban altos niveles de corrupción. Es paradójico que las reformas que sobrevinieron a continuación hubieran tenido apoyo de los policías que entonces lideraban su institución, considerando que buena parte del equipo civil provenía del activismo en derechos humanos, tradicionalmente enfrentado a los organismos represivos. Tal vez porque destacados policías participaron activamente en su formulación. Pero también porque Rospigliosi podía llegar a entenderse con ellos.

Hablaba claro, actuaba y podía defender a la Policía sin vacilación cuando estaba en entredicho. También defendía sus fueros en su relación con el Gobierno y tuvo las manos libres para seleccionar a sus colaboradores y definir transformaciones en la PNP. La nueva administración modificó el sistema de ascensos, protegiéndolo contra la discrecionalidad de juntas calificadoras. Había solo medio millar de alféreces y mil quinientos tenientes, contra 1.222 comandantes, 751 coroneles y 48 generales. Unos seiscientos oficiales fueron pasados a retiro en diciembre del 2001, para ir restableciendo una estructura piramidal. Otras medidas buscaron mejorar el sistema educativo, la disciplina y la calidad de vida del policía, en un esquema de combate interno a la corrupción. En esos años no existía la percepción de que la delincuencia estaba sin control, y había menos presión que ahora para reformas de fondo. Pero Rospigliosi y su equipo percibían la necesidad de modernizar la Policía para enfrentar a un crimen organizado en crecimiento. El Presidente, según el ex ministro, no obstaculizó las reformas, aunque tampoco las apoyó.

—A Toledo no le interesó el manejo directo del ministerio —dijo— hasta que él y su Gobierno se empezaron a involucrar en asuntos oscuros y dudosos.

Pero en el 2002 Toledo aún dejaba hacer al ministro del Interior. Durante el primer semestre, Rospigliosi desarrolló su reforma con el apoyo de la Policía y sin contratiempos, hasta que tuvo que interrumpirla por un hecho completamente ajeno a la reorganización. Estalló una revuelta en Arequipa por la privatización de Egasa y Egesur. El Gobierno, contra la opinión de los ministros del Interior y de Defensa —por entonces Aurelio Loret de Mola— decretó el estado de emergencia. Después envió una comisión de ministros a negociar, que firmó acuerdos con los dirigentes de la protesta entre los cuales figuraba el compromiso de que dos ministros, uno de ellos el de Interior, pidieran disculpas a la población. Rospigliosi se negó a hacerlo y renunció el 19 de junio, abiertamente disconforme con el manejo que el gabinete había hecho de los sucesos. Era una típica renuncia producida por incidentes de una crisis política.

En demostración de que Rospigliosi no estaba completamente peleado con Toledo, su sucesor fue el viceministro Gino Costa. Basombrío pasó a ocupar el viceministerio. La reforma policial continuó con el mando institucional de uno de los miembros de la Comisión Especial de Reestructuración, el general PNP Luis Tizoc. Ocurrió, sin embargo, algo que nadie previó al comienzo. El ministro y el director de la PNP empezaron a tener contradicciones insalvables.

Tizoc tomaba decisiones institucionales cada vez más autónomas, que incluían reuniones de altos jefes de las cuales Costa no estaba enterado y nombramientos diversos. Una crisis se desarrolló en diciembre del 2002, cuando se definían ascensos y pases al retiro de oficiales. Aquel año fueron cesados 322 mandos. Primero hubo una lista elaborada por la cúpula de la PNP, luego otra hecha por el gabinete del ministro, y al final la situación era de un enfrentamiento insalvable.

—En el fondo había una enorme incompatibilidad de caracteres entre Tizoc y Costa —dijo un testigo de aquella crisis—, pero el enfrentamiento duró demasiado y Toledo no apoyó al ministro.

En efecto, la crisis se hubiera resuelto con el cambio de Tizoc, pero Toledo contestaba con evasivas los pedidos en ese sentido del ministro. El ex alcalde Alberto Andrade hizo por entonces una declaración pública demostrativa de que le habían ofrecido el cargo de ministro del Interior. Costa renunció en enero del 2003.

Tenemos así que dos de tres ministros, en menos de tres años, se vieron en la situación de pedir la remoción del director de la PNP como condición para quedarse. Uno recibió respaldo presidencial, el otro no. Veremos más adelante que un tercer ministro se vería en la misma disyuntiva.

—Una cosa es cierta —dijo uno de ellos—: ministro que no gobierna al director de la PNP no es ministro.

La caída de Costa parecía el fin de la reforma iniciada por los civiles. Renunció todo el equipo que Rospigliosi llevó al ministerio en el 2001, que había continuado después de su renuncia. Solidarizándose con Costa, Rospigliosi mismo dimitió al Consejo Nacional de Inteligencia (ex SIN, pre DINI), adonde fue nombrado luego del Arequipazo. Pero este grupo volvería no mucho después, como resultado de la desastrosa decisión que tomó Toledo para reemplazar a Costa. Designó a Alberto Sanabria, un representante del partido oficialista Perú Posible. Trabajaba en el Ministerio del Interior.

Sanabria fue ministro solo seis meses. Había desempeñado, por pedido del Presidente a Rospigliosi, el cargo de director de Gobierno Interior, que tradicionalmente sirve para nombrar allegados políticos del oficialismo en todo el país. Después de su juramentación como ministro se vio acosado por denuncias. Cada semana aparecía alguna novedad sobre sus cobros indebidos mientras estuvo en la DGI. Al final, las acusaciones fueron tan rotundas que produjeron su retiro, a mediados del 2003.

Rospigliosi regresó, entonces, a partir de julio del 2003, en un clima mucho más conflictivo que el de los primeros años. Inmediatamente después de asumir, relevó al director general de la PNP, Eduardo Pérez Rocha, que había sido designado por Sanabria. En su reemplazo nombró al general PNP Gustavo Carrión. Pérez Rocha, que pasó al retiro el fin de año, se convertiría en un crítico sistemático de la reforma de Rospigliosi, con la cual nunca se había identificado. De modo que, tanto al nombrar a Sanabria como a Pérez Rocha en enero del 2003, Toledo no mostró ninguna coherencia con lo que su Gobierno hizo en el Ministerio del Interior durante sus dos primeros años. En el 2009, Rospigliosi describió a Pérez Rocha como “un oficial conservador, retrógrado, explícitamente opuesto a la indispensable reforma de la Policía”. Sin duda los nuevos presidentes no creyeron lo mismo, o les importó poco estas características, pues el Gobierno de Alan García nombró a Pérez Rocha secretario técnico del muy importante Comité Nacional de Seguridad Ciudadana (Conasec), cargo que en el que Ollanta Humala lo mantuvo hasta el 2013. El organismo realiza una coordinación intersectorial, hasta ahora ineficaz.

En mayo del 2004, Rospigliosi fue censurado por el Congreso. Una turba había asesinado al alcalde de Ilave, en Puno, y se le acusó de no haber prestado todas las garantías necesarias. En realidad, la oposición se lo quería cargar desde hacía rato y un sector del oficialismo también. Pero la secuela de un conflicto social es otra de las grandes causantes de las caídas de ministros del Interior. Fue el motivo de las dos renuncias de Rospigliosi. Y después sería el de varios de sus sucesores. Tanto así que el nuevo ministro, Walter Albán, no tiene cómo vacunarse contra ese riesgo.

Rospigliosi fue sucedido por el empresario Javier Reátegui, uno de los principales colaboradores de Alejandro Toledo, quien venía de ser ministro de Pesquería, Transportes y Comunicaciones, y Producción, sucesivamente. A él, en enero del 2005, también lo tumbó un gran conflicto, nada menos que la toma de la comandancia policial de Andahuaylas por reservistas dirigidos por Antauro Humala. Hubo cuatro policías y dos insurgentes muertos. Asumió en su reemplazo el entonces director de la PNP, Félix Murazzo, precisamente el que había dirigido el debelamiento de la asonada por la que el ministro dimitió. Murazzo se pasó buena parte de su gestión defendiéndose de acusaciones. Cuando en agosto del 2005 se produjo una crisis ministerial —el premier Carlos Ferrero renunció en desacuerdo con el nombramiento de Fernando Olivera como canciller—, Murazzo ya no fue ratificado. En fin, el último ministro del Interior de Alejandro Toledo fue un civil de Perú Posible, Rómulo Pizarro, quien ejerció sin sobresaltos hasta la transferencia de Gobierno, un año después.

Gobernando bajo continuas tormentas, en sus dos últimos años el presidente Toledo no quiso saber nada de la reforma policial. Hasta el 2011 en el sector no volvería a hablarse de cambios radicales, porque en los cinco años siguientes el Gobierno de Alan García no se planteó transformaciones traumáticas. Aunque dejó sorprendido a medio mundo cuando, en julio del 2006, reveló el nombre de quien ocuparía la cartera del Interior: la neuróloga Pilar Mazzeti. Había sido ministra de Salud durante la gestión de Toledo pero ¿qué hacía una médica a cargo de los asuntos de seguridad?

Pilar Mazzetti no terminó de conocer suficientemente el sector porque una crisis originada por la compra aparentemente sobrevaluada de 469 patrulleros la obligó a renunciar en febrero del 2007. No había estado al tanto de los detalles de la operación. Cuando investigó a fondo la defendió, pero los cuestionamientos no se detuvieron, proviniendo algunos, incluso, de prominentes representantes de la bancada oficialista. El Gobierno, convencido de la honestidad de la ministra, la defendió, y por su parte Mazzetti ofreció renegociar la compra y hasta suspenderla si no era posible mejorar las condiciones. Su desgaste, sin embargo, era irreversible, y dimitió. Este incidente demostró que las compras son otro quebradero de cabeza de los ministros y una fuente de inestabilidad.

El sucesor de Mazzetti, el peso pesado aprista Luis Alva Castro, también estuvo a punto de perder el puesto por la compra de 698 patrulleros chinos luego de que se descubriera que hubo una subasta deleznable y sin postores. Además, se comprobó que una empresa a la que se le iba a comprar pertrechos estaba prohibida de contratar con el Estado. Al igual que Mazzetti, quien debió deshacerse de personal administrativo de confianza que le había asegurado que las adquisiciones eran idóneas, Alva Castro tuvo que cortar cabezas en su equipo para evitar la interpelación en el Congreso. Finalmente, para no tropezar de nuevo, encargó al PNUD que comprara los patrulleros.

La gestión de Alva Castro se extendió hasta octubre del 2008, cuando el gabinete presidido por Jorge del Castillo renunció debido al escándalo de los petroaudios. Para entonces estaba desgastado no solo por las compras, sino por los efectos de una paralización en Moquegua durante la cual un jefe policial fue secuestrado por una turba. Era un reclamo por la distribución del canon minero. Por esos años cada vez más los conflictos sociales tenían que ver con la actividad de las industrias extractivas. La economía crecía sin cesar y contribuía a hacer más perceptibles tanto la multiplicación de las bandas criminales como la corrupción policial. También era evidente que una parte de los policías estaba en las filas de la delincuencia más avezada.

Cuando Yehude Simon reemplazó a Del Castillo, el sucesor de Alva Castro en Interior fue el ex jefe de la Dirección de Investigación Criminal Remigio Hernani. Simon hubiera preferido a Carrión, un hombre de la era de Rospigliosi, pero tenía resistencias entre los apristas. Cogido de sorpresa en un fin de semana en Piura, Hernani regresó a Lima con el tiempo suficiente para hablar un rato con el nuevo Premier y juramentar.

—Me di cuenta, casi de inmediato, de que era un ministro de transición y que duraría poco.

Hernani recuerda que quiso nombrar un viceministro de confianza, en reemplazo del general PNP Danilo Guevara. De acuerdo con su versión, Alan García le dijo: “Ya, vamos a ver”. Así que no pudo. No recuerda haber despachado después con Guevara alguna vez. No lo consideraba tan grave, porque “el 80% del trabajo de un ministro del Interior es la policía” y no el viceministerio. Por lo mismo, quería que hubiera otro director de la PNP, entonces gobernada por el hoy congresista Octavio Salazar. Ante lo cual el Presidente, siempre según Hernani, le dijo: “Él se queda”.

Lo que pasó después fue público: Hernani la pidió la renuncia a Salazar por los medios, atribuyéndole una deficiente gestión. “Usted ve la seguridad ciudadana venida a menos —le dijo a un periodista de RPP—. Los planes de la Policía son erráticos. El Moqueguazo fue una vergüenza para la PNP”.

A Salazar no le quedó otro camino que renunciar. Pero Hernani duraría solo cuatro meses, sin ver los treinta millones de soles que el gabinete había aprobado para su propuesta de reforzar la investigación criminal en Lima. El episodio que causó su ruptura definitiva con García fue haber puesto en evidencia que el móvil de un ataque armado que sufrió la fiscal de la Nación, Gladys Echaíz, era el robo y no un intento de asesinato, como se sugería desde el Ministerio Público. Hernani también aclaró que la magistrada no usó el personal de resguardo policial que le estaba asignado. El Presidente le pidió que no declarara y lo hizo. El ministro dimitió luego de enterarse de que ya no sería recibido en Palacio de Gobierno.

La reemplazante de Hernani fue la congresista aprista Mercedes Cabanillas, quien no duraría mucho más: cinco meses. Cayó luego del enfrentamiento del 5 de junio del 2009 entre indígenas y policías en Bagua, en el que murieron 24 policías y diez civiles. Era inescapable su responsabilidad política, aunque todo el gabinete Simon tuvo que renunciar. El reemplazo de Cabanillas en Interior fue el ex director de la PNP Octavio Salazar, quien se mantuvo en el cargo hasta septiembre del 2010. A propósito de su despedida, el ministerio editó una lujosa revista de 96 páginas acerca de sus logros en los más diversos campos de la seguridad ciudadana y la lucha contra la delincuencia. Una de las fotos lo mostraba, pala en mano, erradicando un sembrío de coca. Era una preparación para su candidatura como congresista, que se materializaría en las elecciones generales del año siguiente por el partido Fuerza Popular.

Lo sucedió Fernando Barrios, militante aprista que venía de presidir Essalud. Estuvo solo dos meses y ocho días en el cargo, obteniendo, por diferencia de un día, el récord de permanencia efímera en el ministerio. Wilver Calle, del Gobierno de Humala, duraría 24 horas más. Barrios cayó en el descrédito cuando Perú 21 publicó que había cobrado a Essalud más de 180.000 soles por liquidación y “despido arbitrario”. El siguiente ministro fue Miguel Hidalgo, que dirigió el sector desde noviembre del 2010 hasta la entrega del cargo al ministro del nuevo Gobierno, en julio del año siguiente.

Hidalgo, cuya misión principal fue garantizar el desarrollo de elecciones seguras, no tuvo mayores contratiempos con su gestión. Había dirigido la Policía Antidrogas, luego el Estado Mayor y después la propia PNP, y tenía una excelente relación con García. Era un experto en el uso de los aparatos de interceptación telefónica de la Dinandro, que a pedido del Ministerio Público fueron utilizados para casos ajenos al narcotráfico, como el de BTR. La Policía se anotó varios tantos con el juguete. Pero en esos años se acumuló la problemática de inseguridad que después le estalló al siguiente Gobierno.

Cuando, a pedido de Ollanta Humala, Oscar Valdés aceptó dirigir el Ministerio del Interior, puso como condiciones que le dejaran hacer y deshacer en la institución. Humala, a su vez, le planteó otra a cambio: que aceptara como viceministro a un hombre de su confianza, Alberto Otárola. “Si no funciona, puedes cambiarlo”, añadió. En los hechos el viceministro no fue un obstáculo en su relación con el Presidente. Una vez Valdés lo encontró en Palacio de Gobierno. “¿Qué hace usted aquí?”, le preguntó, en tono recriminatorio. Humala, que estaba presente, dijo que él lo había llamado. El ministro le pidió que no lo hiciera, y la situación no volvió a producirse, por lo menos en forma abierta.

Valdés consideraba su paso por Interior como un reto. Entre sus especializaciones cuando estuvo en el Ejército se contaba la de educación, manejo de personal y logística, a lo que se sumaba su experiencia de varios años de empresario. Creía poder transformar un ministerio con fama de corrupto e inmanejable. Con personal de confianza evaluó durante quince días todos los componentes de la institución, sin cambiar a nadie, recorriendo oficinas, conociendo procedimientos, estudiando minuciosamente todas las hojas de vida de los principales oficiales de la Policía. Después se propuso reformar todo. Primero despidió a quinientas personas recientemente contratadas por el Gobierno anterior, luego retiró a los policías de todas las operaciones de compra, seguidamente hizo un plan para reformar la carrera policial y los ascensos. Los nuevos policías ya no saldrían después de nueve meses de capacitación sino luego de estudiar tres años. En el camino se especializarían, en tanto el ministerio reequipaba los servicios y laboratorios. El servicio policial de un día de trabajo por otro de descanso sería eliminado, y la pirámide de jerarquías sería restablecida. Treinta generales fueron invitados al retiro, la opción menos drástica de las tres que presentó al presidente Humala. Valdés hizo un software para evaluar a los oficiales, y a los principales los entrevistaba personalmente, en ocasiones con brusca franqueza. Así se enteró de que las evaluaciones para los ascensos eran vendidas por los propios generales, y que muchos habían ascendido pagando.

—¿Cuánto pagó usted por ascender? —le preguntó a un general.

—¿Cómo puede preguntarme eso?

—Porque tengo que saber si le voy a dar mi confianza, si creo que me dice la verdad.

—Treinta mil dólares en efectivo.

Valdés hizo bastante en los cuatro meses y medio que estuvo en el ministerio. Independientemente de si las fórmulas aplicadas fueron las mejores, representó el intento más fuerte de reforma después del de los primeros años de Toledo. Pero dejó el ministerio para ser premier, y su reemplazante, Daniel Lozada, que había sido su jefe de gabinete y hombre de confianza, se quedó unos pocos cinco meses en el cargo. Renunció por el costo político de la Operación Libertad, un desastroso rescate de rehenes en el VRAEM en el que murieron ocho efectivos militares y fueron abandonados tres policías. Lozada tuvo que renunciar pese a que los organizadores del operativo habían sido el ministro de Defensa y el propio Presidente.

A Lozada lo reemplazó Wilver Calle, un general del Ejército en el retiro que no conectó con la población y duró 69 días. Calle cedió el paso a Wilfredo Pedraza, a partir del 23 de julio del 2012. Pedraza, a su vez, cayó por el escándalo López Meneses, sin saber cómo la Policía había brindado una aparatosa seguridad a un antiguo operador de Vladimiro Montesinos. Sin embargo, Pedraza ya había perdido la confianza de la población. La percepción de inseguridad se extendía sin límite, a contrapelo de las políticas que se anunciaban desde el Gobierno. El mismo día que se conocía lo de López Meneses, destacaba otra noticia: ladrones desvalijaban a los policías que habían viajado a Trujillo para brindar seguridad en los Juegos Bolivarianos.

¿Qué conclusiones arroja este recuento? Primero, que los tres Gobiernos elegidos desde el 2001 no siguieron una idea programática coherente sobre lo que había que hacer en el sector. Los criterios para la elección de los ministros fueron dispares y hasta antojadizos. Los ministros con voluntad de reforma no tuvieron apoyo en el resto del Gobierno, y la Comisión Nacional de Seguridad Ciudadana, donde deben cuajar los esfuerzos multisectoriales, se mantuvo como un organismo estéril y retórico. Los problemas principales se fueron agravando. Carlos Basombrío, uno de los reformadores del 2001, acaba de plantear diez medidas urgentes para rescatar a la Policía, siendo la primera de ellas la depuración de por lo menos treinta por ciento de efectivos, que serían irrecuperables. El ministro Walter Albán también ha hablado de depuración, y de acuerdo con los anuncios invertirá como nunca antes en la potenciación del cuerpo policial y en la infraestructura necesaria. Además, anuncia esfuerzos para relacionar el trabajo de la Policía con el de las municipalidades y otros sectores del Estado. De acuerdo con la experiencia expuesta aquí, todo avance puede interrumpirse de un momento a otro por cualquiera de las causas que matan a un ministro del Interior: una revuelta, un jefe policial insubordinado, una mala compra.

—Bien mirado —dijo un ex ministro—, un titular de este sector nunca cae por inepto, o sea porque sus políticas públicas estuvieron mal. Ni siquiera Pedraza cayó por eso.


Escrito por

Revista Poder

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