EL BENEFICIO DE SER RADICAL
La polarización ideológica en el Congreso de Estados Unidos tiene causas y consecuencias más profundas que las que se perciben. Todo indica que será el propio sistema el que llevará a que esta se radicalice aún más.
Por DIEGO MACERA POLI
En octubre del 2010, la revista The Economist sugirió que una de las razones por las que China podía crecer a tasas mucho más altas que Estados Unidos y con una mejor redistribución de la riqueza era que el gigante asiático era manejado por un régimen totalitario capaz de tomar decisiones ejecutivas de aplicación inmediata sin rendir cuentas a incómodos sistemas parlamentarios ni judiciales. Lo que ha venido aconteciendo en los últimos años en el radicalizado Congreso de Estados Unidos abona a la tesis de la revista británica. El cierre de las instalaciones “no esenciales” del Gobierno federal a causa del desacuerdo parlamentario respecto del régimen de provisión de salud (llamado Affordable Care Act o coloquialmente Obamacare) es hasta el momento el resultado más patente de cómo la democracia sale cara cuando los incentivos de los jugadores no están bien alineados.
En resumidas cuentas, lo que motivó el colapso de los servicios públicos fue la negativa del Partido Republicano a extender el presupuesto del Gobierno federal (el año fiscal de Estados Unidos concluye a finales de septiembre), haciendo imposible que este pueda pagarle a sus trabajadores. En un claro chantaje político, para aprobar la extensión del presupuesto los republicanos exigían que se revise la ley que implementa el Obamacare —norma aprobada en ambas cámaras en el año pasado y luego refrendada como “acorde con la Constitución” por la Corte Suprema—. Ahora, ¿por qué se ha llegado a este nivel de disfuncionalidad en el Congreso estadounidense? ¿En qué momento el antagonismo ideológico del Parlamento ha podido tomar tal fuerza que ha cerrado las instalaciones del Ejecutivo más poderoso del mundo? ¿Es que los congresistas del Partido Republicano son tan miopes que creen que tomar como rehén a la economía del país es una estrategia política viable para llegar a la Casa Blanca en el 2016, o es que hay algo más detrás?
Todos somos radicales
Lo cierto es que el cierre del Gobierno federal de Estados Unidos es consecuencia directa de un fenómeno mucho más grande y grave a mediano plazo: la radicalización política de la sociedad estadounidense. Este proceso —lento pero seguro— tiene varias aristas. Un mejor entendimiento del funcionamiento de los distritos electorales (y su reordenamiento territorial), del sistema de colegios electorales, del bipartidismo republicano y del rol de los medios de prensa puede ayudar a esclarecer el complejo proceso que explica el estancamiento del Legislativo estadounidense, además de aclarar los potenciales riesgos para un desempeño democrático funcional en los próximos años.
Uno de los primeros pasos para comprender la radicalización política de Estados Unidos es entender cómo funciona la redefinición de las fronteras y la manipulación de los distritos electorales. A lo largo de décadas, los políticos en el poder han tratado de redefinir las fronteras físicas de los distritos de modo que sus respectivos partidos aseguren una victoria. Para llevarlo al plano local, es como si en la segunda vuelta electoral peruana del 2011, el Partido Nacionalista hubiese podido modificar las fronteras de Huánuco y San Martín e incluir algunos pueblos del norte del primero (región en la que ganó holgadamente con 63,1%) como si fuesen parte del sur del segundo (donde ganó con un ajustado 50,6%), asegurando de este modo la victoria en ambas regiones por márgenes cómodos.
¿Qué implicancia tiene este cuento en la radicalización partidaria en el Congreso? Pues que, como consecuencia del gerrymandering, los congresistas de esta generación se sienten seguros en sus escaños sabiendo que sus adversarios políticos tienen pocas opciones de quitarles el puesto. Cuando los representantes quieren buscar su reelección, no tienen ya incentivos para apelar al “votante medio” en su distrito y promover políticas moderadas: muchos distritos están tomados de forma casi definitiva por la izquierda o la derecha. En términos prácticos, eso significa que, para conseguir la reelección, lo más seguro es irse decididamente hacia un lado del espectro ideológico y tranzar muy poco. Los resultados de todo este proceso se ven en las cifras. El 76% de los distritos que ya tenían un congresista demócrata tuvieron aún más votación por los demócratas en el 2012 que en el 2010. De modo similar, el 60% de los asientos republicanos vieron que su votación se incrementó en las pasadas elecciones.
El rol de la prensa
Esta tendencia hacia la radicalización se ha visto además profundizada por el papel de los medios de comunicación. Un influyente estudio del 2008 de los profesores James Snyder del MIT y David Stromberg del Institute for International Economic Studies llamado Press Coverage and Political Accountability (que podría ser traducido como Cobertura periodística y rendición de cuentas) demostró que existe una importante correlación entre la cobertura de diarios y canales de televisión locales y el accionar de los congresistas y senadores.
Un ejemplo puede ayudar a ilustrar el tema. Asuma el lector que existen los distritos electorales A y B, y los diarios X y Z. Si ambos diarios cubren las actividades de los dos congresistas de ambos distritos, cada congresista tendrá media portada en su jurisdicción y lo que haga pasará más desapercibido. Por el contrario, cuando el diario X cubre en exclusiva al congresista de A, y el diario Z en exclusiva al congresista de B, la evidencia demuestra que los representantes actúan mucho más acorde con lo que quieren sus potenciales electores, pues estos están mejor informados.
De modo similar, el crecimiento explosivo en los últimos años de la información disponible a través de medios digitales de política local ha facilitado que los votantes tengan acceso privilegiado a lo que hacen o dejan de hacer sus representantes. En un contexto de creciente polarización, las cabezas de los partidos —tradicionalmente más moderadas y conciliadoras que el resto— han empezado a perder influencia en las votaciones de congresistas que se salen deliberadamente de la línea partidaria para complacer a su —ahora informado— electorado.
Cuando la sangre llega al río
Lo que pasó la primera semana de octubre fue uno de los puntos cúspide de la radicalización. La materialización de un Congreso dividido y paralizado por el propio sistema que lo creó. Representantes como Ted Cruz, quien fue uno de los directores de chantaje político contra el Obamacare, se han radicalizado tanto que la concertación práctica —necesaria para cualquier organismo de debate funcional— se hace virtualmente imposible.
Las mediciones académicas de la polarización del Congreso estadounidense invitaban ya a presagiar este resultado. A comienzos del siglo XX y hasta la Gran Depresión de los años veinte, la polarización del Congreso superaba el 0,6 en un índice econométrico en el que se estima la diferencia ideológica plasmada en los votos de ambos partidos respecto del rol del Gobierno en la economía (tema que hoy ocupa el 93% de las votaciones), donde 0 es total convergencia y más de 1 es polarización extrema. Este complejo índice, desarrollado por Keith Poole de la Universidad de Georgia y Howard Rosenthal de la Universidad de Nueva York, se reduce hasta valores cercanos a 0,3 durante la Segunda Guerra Mundial, para luego tomar una firme tendencia creciente. Hoy, con valores cercanos a 1,1 en la Cámara de Representantes, la polarización del Congreso de Estados Unidos resulta la más alta de los últimos 130 años, hasta donde se tiene registro histórico. Los mismos académicos destacan que el porcentaje de congresistas que pueden ser considerados “moderados” en sus posiciones respecto del rol de Gobierno en la economía ha pasado de 70% durante los años treinta, al 10% actual.
A fin de cuentas, el problema es un asunto de incentivos incorrectamente alineados y de acción colectiva: por su radicalismo, Ted Cruz y demás miembros del Tea Party ganan réditos personales en sus propios distritos electorales (y quizá hasta para la nominación presidencial primaria republicana), pero en el camino le hacen daño no solo al país — por medio de la paralización del Congreso—, sino también a su propio Partido Republicano en la carrera hacia la Casa Blanca en el 2016. No es que los congresistas republicanos estén locos para cerrar el Gobierno federal ni que sean irracionales, sino, muy por el contrario, están jugando racionalmente bajo las reglas de un sistema que premia la radicalización.
Los oligopsonios políticos
En este punto resulta interesante dibujar un paralelo con el problema de mercado oligopsónico (en el que pocas grandes empresas se dividen el mercado). Hoy, mal que bien, los puestos de los congresistas están asegurados ante la competencia del otro partido en sus respectivos distritos, de modo que tienen poco que perder ahí. A la vez, la aprobación del Congreso está ya en su mínimo histórico (9%), así que tampoco se juegan mucho por ese lado. La historia es similar a lo que sucede en un sistema de oligopsonio con mercados segmentados. En la práctica, cada partido tiene un “monopolio” sobre su área de influencia específica, y pocos incentivos para mejorar o ser más eficientes. Total, la radicalización les ha granjeado ya un mercado cautivo.
En un mercado eficiente hay dos maneras de resolver este problema. Por un lado se podría apelar a la presencia de un regulador con autoridad que fuerce al oligopsonio a competir por clientes (votantes), del mismo modo que Osiptel fuerza a Movistar, Claro y Nextel a competir en el mercado de celulares. Ahora, resulta obvio que la naturaleza democrática de los partidos políticos impide que exista un regulador de este tipo. Si los partidos políticos están estancados, únicamente los electores tienen la autoridad suficiente para forzarlos a cambiar.
La segunda manera de resolver un problema de oligpsonio poco competitivo es traer al campo a un jugador adicional que sí quiera competir. En este caso, el sistema electoral norteamericano está convenientemente diseñado para que sean solo los dos partidos implicados los que ostenten la mayor parte del poder. Sin embargo, hay un tercer jugador que podría aprovechar la actual coyuntura de desgaste político y radicalización para traer agua a su molino. Aunque aún muy incipiente, el Partido Libertario —con poco más de 300.000 votantes registrados y tres legisladores de nivel estatal en su haber— se ha consolidado como el tercer partido más grande del país. Aboga por políticas sociales más cercanas al imaginario de la izquierda estadounidense y políticas económicas más cercanas a la derecha, y en los últimos años se le ha identificado como la agrupación con el crecimiento más rápido.
En un escenario crítico de desconfianza generalizada y de radicalización progresiva que parece parte de la esencia inescapable del sistema político estadounidense, el Partido Libertario podría ver la oportunidad de ganar protagonismo real de cara a las elecciones de las próximas décadas. Un ejemplo claro de ello viene de la misma monarquía que en algún momento ocupó tierras norteamericanas. Aunque con diferencias sustanciales, el sistema bipartidista parlamentario inglés ha visto crecer de manera importante al Partido Liberal Demócrata, al punto que con el 23% de la votación en las elecciones del 2010 la influencia de este partido se hace hoy decisiva en la conformación del Ejecutivo británico. Algunos politólogos ingleses como Philip Lynch y Robert Garner, ambos de la Universidad de Leicester, afirman que en la práctica el sistema político inglés tiene ya “dos partidos y medio”.
La amenaza de que el Partido Liberal norteamericano siga los pasos del Partido Liberal Demócrata inglés deberá en el futuro cercano obligar a republicanos y demócratas en posiciones extremas a replantear su oferta política para no perder terreno ante el tercer jugador que sí quiere competir. Más allá de preferencias políticas particulares, resulta obvio que un sistema político que invita a la radicalización antes que al consenso y en el que los congresistas de los dos (¿únicos?) partidos principales no tienen nada que perder a nivel legislativo, no es un sistema político funcional para nadie. Y si el rompimiento de la inercia actual no puede venir desde dentro del sistema por obvios motivos, quizá pueda venir desde fuera en un futuro más cercano de lo que parece.
Publicado en la revista PODER. Octubre del 2013.