POR JAVIER TORRES SEOANE
Hace 35 años, el Perú dio inicio a un nuevo ciclo democrático, cuya particularidad fue la inclusión de los analfabetos como ciudadanos con plenos derechos, lo cual de alguna manera significó quebrar la mirada tutelar que sobre la población indígena y campesina había existido a lo largo de toda la República. Este reconocimiento fue consecuencia, en parte, del frustrado proceso reformista liderado por Juan Velasco Alvarado, en el cual el campesino había sido considerado un actor central.
Sin embargo, ya en 1980 el sistema cooperativo generado por la reforma agraria iba camino al colapso. Al cabo, múltiples causas llevaron a la parcelación (en el caso de la costa) y al reemplazo de las SAIS y cooperativas por comunidades campesinas. El retorno a la democracia encontró un agro en crisis y una sociedad rural en la que, si bien habían desaparecido las tradicionales formas de dominación y servidumbre, no se había consolidado ningún sector, ni mucho menos una élite rural que reemplazara al viejo poder de los hacendados. Pero detrás de esa crisis existía una sociedad en movimiento, más relacionada no solo con el Estado (a través de la escuela, el servicio militar y el aparato de extensión agraria de aquellos años), sino también con el mercado (simbolizado por cientos de camiones que iban y venían por las polvorientas rutas de la sierra).
Es importante recordar que la mayor o menor conexión con el mercado había generado sustantivas diferencias entre el agro de distintas regiones. Así, tuvimos zonas del país con variado atraso económico, todas vinculadas con el débil aparato estatal. Una de estas regiones fue Ayacucho. Y ahí, luego de casi una década de trabajo político, uno de los tantos partidos de la izquierda maoísta de aquellos años optó por declararle la guerra al Estado peruano.
Quizás por ello, la quema de ánforas en el distrito de Chuschi en vísperas de las elecciones generales de 1980 tuvo tanto valor simbólico: era la expresión armada de un rechazo no solo a la restauración del sistema democrático, sino además a la inclusión del analfabeto con plenos derechos, y ya no solo con deberes. Lo curioso es que en aquel momento se entendió muy poco esta dimensión del acto inaugural senderista, al que luego se sumaron otras dos vías de enfrentamiento con todo aquello que los campesinos habían ido ganándole con gran esfuerzo al Estado.
Los daños senderistas incluyeron, por un lado, la destrucción de la infraestructura de comunicaciones, electricidad, extensión agraria y todo tipo de instalaciones públicas; y por otro, el asesinato de presidentes comunales –los interlocutores por excelencia de la comunidad campesina con el Estado–, tenientes gobernadores, jueces de paz, alcaldes y regidores o candidatos a estos cargos. A esto hay que agregar las campañas de boicot contra las elecciones generales y municipales a lo largo de toda la década de los ochenta, que fueron acabando con la incipiente élite pos reforma agraria. Toda aquella conexión con el Estado debía ser destruida, porque de ese modo se quebraban los vasos comunicantes entre este y la sociedad rural.
El fin de la guerra interna trajo consigo la instalación de una paz autoritaria, en la que el mercado se convertiría en el eje de la sociedad, y por medio de la cual se estableció un nuevo pacto entre los pobladores del campo y el régimen fujimorista: el campesino, a pesar de haber sido el actor clave en la derrota de Sendero Luminoso, resignaba su lugar a una nueva burocracia que administraba programas sociales de diversos tipos, aunque todos con un marcado tono clientelista.
Y el campo perdía la relevancia que había tenido en el debate político de todo el siglo XX, para convertirse en un espacio que, al haber expulsado una enorme cantidad de población, solo era visto e imaginado como un territorio de pobreza habitado por pobres. Y el único rol para sus habitantes era ser clientes del Estado vencedor y candidatos a otra forma de exterminio, ya no armado, sino a través de un programa de planificación familiar que tuvo como eje las llamadas "esterilizaciones forzadas", extendidas a todo el país pero particularmente concentradas en áreas rurales. Los únicos espacios de poder que los campesinos pudieron ocupar fueron las municipalidades rurales, que en la mayoría de los casos también buscaban colocarse a la sombra del todopoderoso régimen fujimorista.
Y si bien ese régimen colapsó a fines del año 2000, de alguna manera las dinámicas políticas, sociales y económicas en el campo peruano siguieron el surco abierto por la pacificación fujimorista, que no dejó un proyecto que incluyera a aquellos actores más allá de su rol de clientela estatal. Ni Perú Posible ni el APRA pudieron capitalizar el mantenimiento y la ampliación de programas sociales. Por el contrario, el voto rural fue para quienes prometían más Estado, como en el caso de Humala tanto el 2006 como el 2011.
En paralelo, en varias regiones del país el proceso de expansión minera generó una dinamización de las economías locales, especialmente en el campo de los servicios. Pero en el caso de las zonas rurales, los recursos llegaron a través de los programas de responsabilidad social y relaciones comunitarias de las empresas, y luego de la avalancha de fondos por concepto de canon —dilapidados con la anuencia del MEF, que lo único que trajo fue un conjunto de obras inconexas, mal diseñadas y poco pensadas en el marco de alguna visión de desarrollo—, alimentaron un fallido mecanismo de redistribución que no ha transformado sustantivamente la situación de la población rural.
Algunas políticas nacionales (como la mejora de caminos rurales y de algunas de las principales carreteras, y la penetración de la telefonía) y programas de transferencias condicionadas le han permitido a un importante sector de la población rural salir de la pobreza, aunque no ir mucho más allá. Lo han hecho con una escasa conexión y articulación con el mercado, pero a la vez se ha potenciado el crecimiento poblacional de las ciudades intermedias, en un proceso de despoblamiento rural que, sin embargo, no significa el abandono total del campo, más aun cuando los grandes proyectos extractivos han revalorizado las tierras.
La gran pregunta es la siguiente: ¿qué va a ocurrir en las zonas rurales del país, en un contexto de caída de precios de los minerales (que tiene como consecuencia la reducción del canon y nuevos conflictos) y de desaceleración de la economía (que generará menos recursos para el fisco y, por tanto, un nuevo escenario para quien asuma el poder este 2016)?
Pensar cómo responder al presente inmediato es la clave para lo que le espera a una población rural con un pie en el campo y otro en la ciudad. Y, por el momento, los partidos que aspiran a gobernar el país no salen de las fórmulas que funcionaron los últimos veinte años, pero que quizás ya no lo hagan en el futuro. Esa enorme clientela estatal conformada por varios millones de votantes está inquieta, a la espera de respuestas. Ya es hora de que la promesa de inclusión política de 1980 sea tomada en serio, y de que los pobladores del campo dejen de ser considerados clientes menores de un Estado ineficiente, para pasar a ser tratados como ciudadanos y ciudadanas, con plenos derechos. Comenzando por el derecho a la propiedad, que en nombre de la gran inversión ha sido y sigue siendo retaceado por todos los Gobiernos, desde el de Fujimori hasta el de Humala.
Publicado en la edición de marzo del 2015 de la revista PODER