Escribe: Alberto Vergara

PEKÍN

Hoy también está nublado. Pero no hay nubes, nieve o niebla. Una contaminación acerada oprime a la ciudad, que funciona como cualquier otro día. Aunque muchas industrias fueron retiradas de Pekín por causa de la polución que vomitan, las que la rodean y los mil autos que se suman cada día al parque automotor de la ciudad mantienen el aire intoxicado, y el sol apenas si se adivina tras un cielo rasante y plomizo. No vivo aquí ni loco. I’m a-going back out before the rain starts a-fallin’.

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Visité nuevamente la plaza de Tiananmén. Se debería escribir un análisis del Estado moderno a partir de la atracción que sus edificaciones centrales despiertan en la población. En Tiananmén están el mausoleo de Mao Zedong y el Monumento a los Héroes del Pueblo. La circundan la Ciudad Prohibida, donde vivieron los emperadores, el Museo Nacional y el Parlamento. Miles de turistas chinos llegan ahí cotidianamente desde los puntos más alejados del país. Agitan banderitas, saludan a los héroes nacionales, abrazan una historia. Imantada por el encuentro de la civilización antigua con el Estado moderno, la comunidad nacional pare- ce corporizarse en Tiananmén.

Creo que muy pocos otros centros de poder en el mundo despiertan este magnetismo de lealtad. Washington D. C., sin duda: the capital of the Nation. El estadounidense profundo visita la Casa Blanca, se inclina ante los caídos de Vietnam y de Corea, reconoce un origen revolucionario pero también constitucional, saluda a Lincoln y a Martin Luther King en sus respectivos memorials. Pero nada similar en América Latina, con la excepción parcial de México, donde el Zócalo, el Museo Nacional de Antropología y, aun más que cualquier edificación estatal, la basílica de la Virgen de Guadalupe enlazan pueblo, instituciones e historia. Pero en el resto del continente, ni michi: ¿qué peruano podría llegar a Lima para presentar sus respetos al Parlamento nacional? ¿Cuál de nuestros museos lo acogería como si de un techo común se tratase? ¿Qué monumento lo empujaría a pensarse como parte de una comunidad histórica?

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¿No podría acaso escribirse una historia del Perú de las últimas décadas con un guión prestado de la China contemporánea? A escala, sería más o menos así: hubo un tiempo prolongado de agitación social, violencia en el campo, matanzas como no se habían visto, crisis económica y, en términos generales, la percepción de un país aislado, quebrado e inviable. Así lo dejó Mao Zedong al morir en el poder en 1976; tal cual lo abandonó Alan García en 1990. Luego llegaron los modernizadores de la economía. No querían un país más libre, buscaban uno menos pobre. La trama es conocida: apertura a mercados internacionales, globalización, tecnocracias sabias y escepticismo —si no rechazo— frente a todo lo que provenga del (previamente) querido pueblo. Deng Xiaoping asumió el poder en 1977 y se mantuvo ahí hasta 1992, como el ce- rebro de la modernización autoritaria en China; Fujimori llegó al poder por azar en 1990 y fue marioneta funcional del proyecto de modernización autoritario peruano. Ambos asentaron una forma de administrar la vida pública que les ha sobrevivido: el crecimiento económico como único norte; la estabilidad como sola brújula. Y tuvieron éxito. Es increíble, pero mucha de la derecha peruana hoy es fundamentalmente china. En nombre del crecimiento económico podrían pasar por encima de cualquier cosa: de antirrevolucionarios en Tiananmén; de antimineros en Cajamarca. Qué país más raro el nuestro. Pasó de tener un movimiento maoísta alzado en armas —entre otras cosas, para luchar contra la China hereje de Deng Xiaoping— a poseer una derecha encantada con la modernización autoritaria. De Abimael Guzmán 1980 a Alan García 2016.

GUANGZHOU

¡He visto el crecimiento económico reciente de América Latina y de África! El nuevo centro urbano de Guangzhou es descomunal. Los modernísimos rascacielos se alzan uno tras otro. El nuevo museo de la provincia de Guangdong (de la cual Guangzhou es la capital) es una mole vistosa y contemporánea, aunque vacía de con- tenido interesante. La nueva biblioteca hace palidecer a muchas que conozco en occidente. El recientemente estrenado Opera House asemeja una ballena enorme y vanguardista que anuncia para los próximos meses a las mejores orquestas del mundo. Y, en el centro de toda esta majestad de cemento, se eleva la Canton Tower, larga y centrifugada como un tirabuzón. ¿De dónde sale tanta plata?

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Alrededor de cien ciudades chinas tienen más de un millón de habitantes. Muchas simplemente han explotado en los últimos años, y Guang- zhou es una de ellas. Ubicada en el sur de China (a dos horas en tren desde Hong Kong y cuatro en avión desde Pekín), es la urbe en expansión por excelencia. Durante casi un siglo, los británicos tuvieron derecho a comerciar en esta zona del país, llamada entonces Cantón —de donde, por cierto, llegó la mayor parte de la migración china al Perú (chi fàn: comer arroz, en mandarín). Con la revolución y el gobierno de Mao, la ciudad cayó en desgracia, pero desde la apertura económica encabezada por Deng Xiaoping, se disparó. En el 2010 organizó los juegos olímpicos asiáticos. Tiene dieciséis millones de habitantes, pero pretende ser el centro de un conglomerado de varias ciudades y formar así un monstruo urbano de cuarenta millones. Por lo pronto, visité la nuevísima estación de trenes del sur de la ciudad, que, en realidad, parece menos una estación que un aeropuerto... grande.

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En una noche cálida y al pie de la Canton Tower —incrustada como una vela de neón sobre un pastel de progreso y acero—, el alcalde de la ciudad da la bienvenida a un grupo de invitados internacionales. Cuando sube al estrado, se enciende una grabación de trompetas y fanfarria más bien pretenciosa. Luego nos recuerda que hace apenas un par de décadas toda esta impresionante vista no existía. Y pienso entonces que en América Latina la gente votaría masivamente por este proyecto. Modernización acelerada sin libertades. Si hasta parece eslogan. En fin, efectivamente, la vista es espectacular y es el símbolo del nuevo Guangzhou, boyante, desbordado, moderno. Pero no solo de Guangzhou ‒pienso, mientras nos pasean en barco por el Pearl River (o río de las Perlas)‒, lo es también de toda China. Esta satisfacción con la riqueza y la monumentalidad de la nueva arquitectura combina la ostentación del dinero reciente con un ansia de revancha largamente incubada frente a occidente. Aunque es también más que eso. Es la celebración propia del reingreso al poder universal. Para decirlo gruesamente, de 1830 al fin de la Segunda Guerra Mundial, China pasó por un callejón oscuro histórico: vivía convencida de su superioridad civilizatoria frente a los bárbaros (occidentales o asiáticos) y, sin embargo, era cotidianamente tasajeada, colonizada y vejada por esos mismos bárbaros. Estos edificios, museos e infraestructura de todo calibre son el santo y seña de esa recuperación. Después de todo, frente a la conciencia histórica de una civilización como la china, una mala centuria la sufre cualquiera. También Genghis Khan los dominó casi todo el siglo XIII. Y regresaron. El Estado chino se unificó 200 años antes de Cristo. Otras temporalidades. Mañana me nivelo.

HONG KONG

Chespirito ha muerto. No sé la razón, pero me genera una gran pena. Más que en el Chavo o en el Chapulín, pienso en Lucas y en su amigo Chaparrón. ¿Sabía usted que la gente sigue diciendo que están locos? Figúrese...

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Salgo a patear un poco de calle al final del día hongkonés. Las muchedumbres se agolpan como no he visto en ninguna otra ciudad del mundo, tal vez en Times Square en Manhattan, pero aquí no es una zona: todo está siempre reventando. ¿Existe algún punto de este país con escasa presencia humana? Imagino el siguiente diálogo:

–Jefe, el evento que organizamos estuvo vacío.

–Está usted despedido.

Mientras camino, siento haber regresado a tierra conocida. No sé bien qué es, pero algo resulta más familiar aquí que en la China continental. Si pregunto en inglés, no solo me entienden, ¡me responden! A cada paso me ofrecen “watches, watches, watches”, también carteras y ternos bamba de las marcas más encumbradas. Cruzo en ferry al otro lado de la bahía. La vista es de esplendor, los edificios se alzan como dientes apiñados en una boca luminosa. El distrito financiero es la antinomia de un chino en quiebra. No estoy hecho para tanto lujo asiático. Tampoco para comprar bamba. Mejor una cervecita en una universal barra. Ya sé qué me resulta familiar aquí: la saludable decadencia del capitalismo. Si no existe el Lou Reed de Hong Kong, habría que inventarlo.

Los ingleses se apropiaron de este territorio a mediados del siglo XIX. Desde ahí comerciaron con el Asia y, sobre todo, les ven- dieron a los chinos el opio que producían en la India. Hacia la segunda mitad de ese mismo siglo, uno de cada diez chinos era adicto al producto estrella de los ingleses. De hecho, en muchos casos, los pobres opiómanos eran levantados de los fumaderos en pleno trance y despertaban en altamar, ya enrumbados hacia sitios como el Perú. El emperador de la China intentó regular el grave problema de salud pública que sufría el país estableciendo barreras a la entrada del narcótico. La idea no sedujo a los ingleses y desató la guerra del Opio. En nombre del libre comercio, sonaron a los chinos. Llegaron hasta Pekín y, para escarmentar la insolencia antimercado, incendiaron el palacio de verano y e larte milenario que contenía. Dice Henry Kissinger —que algo sabe de política china— que, cuando los chinos negocian cualquier asunto con los occidentales, el telón de fondo siempre lo constituyen las cenizas del palacio de verano.

Al volver a mi hotel, las ofertas callejeras ganan calibre: relojes, carteras, trajes or whatever you want.

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Anoche la policía pasó por encima de los estudiantes que reclaman más democracia en Hong Kong. La protesta ha perdido momentum. El jefe de la policía advierte a los manifestantes que no confundan tolerancia con debilidad. No sé si alguien lo nota, pero la misma frase, exactamente, la utilizó un editorial del Diario del Pueblo, órgano del partido comunista, antes de la masacre de Tiananmén en 1989. Cautela, muchachos.

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Desde la ventana del restaurant donde almuerzo un domingo, veo pasar por la calle innumerables mujeres portando el velo islámico. He notado algunas en mi estadía en Hong Kong, pero nunca tantas, por lo cual asumo que debo haber caído en alguna zona musulmana de la ciudad. Al salir del restaurant y enfilar hacia Victoria Park, su presencia se multiplica paulatinamente. Son decenas en la esquina del parque, se convierten en cientos al entrar en él y son miles al pensar en las proporciones de esta invasión callejera. Una muchedumbre de mujeres (solo mujeres) amontonadas debajo de puentes, árboles, paraderos de bus; arrejuntadas sobre plásticos que les sirven de mantel, de asiento, de cama, de mesa de juegos. ¿Qué es esto?, me pregunto con curiosidad horrorizada en medio de este parque flanqueado por los rascacielos más brutales. Nadie me ha hablado de este fenómeno. Porque, digo, esto tiene que ser un fenómeno social: parques y calles inundados por un océano de jovencitas que, a pesar del hacinamiento, no dejan de sonreír, de sacarse fotos y de bailar en coreografías grupales. Busco en mi guía Lonely Planet y mencionan algo: “Los domingos, las trabajadoras domésticas indonesias se juntan para rezar, jugar y socializar”. Trabajadoras domésticas. Pero lo que veo no tiene el cariz cándido que enuncia mi guía: aquí huele a tragedia.

Como toda intriga de nuestra era, intento resolverla con Google. Efectivamente, una tragedia. Es más, un sistema trágico. Las domésticas llegadas de Filipinas e Indonesia, de las cuales nadie me ha hablado, que nunca he visto en los periódicos y que mi guía menciona como una anécdota sin gracia, constituyen el 3% de la población de Hong Kong. Son enlistadas en las zonas rurales de aquellos dos países, ignorantes de la odisea que están por iniciar. Aunque es ilegal y no es lo prometido, la agencia que las recluta les birla la mitad del salario que reciben. A tres cuartos de ellas, les confiscan el pasaporte. La mayoría recala en los departamentos enanos de Hong Kong, durmiendo en salas y clósets o con las mascotas, siendo blanco fácil para abusos de todo tipo. Las violaciones, los golpes y los gritos son asunto de todos los días. ¿Por qué aguantan? Porque la ley establece que una trabajadora doméstica despedida será deportada a su país en dos semanas. Si te botan, lo pierdes todo. En el acto. De hecho, las mujeres que veo en este domingo hongkonés son, en realidad, las suertudas del gremio, pues la mitad de las trabajadoras domésticas aquí no tienen días libres: trabajan sin parar, sin siquiera poder apretujarse con sus amigas un domingo bajo el puente. El sistema de casi esclavitud se completa con una discriminación flagrante: todo extranjero que trabaja durante siete años en Hong Kong puede recibir la ciudadanía hongkonesa... ¡con excepción de las trabajadoras domésticas!

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Vine con simpatía por los universitarios globalizados que reclaman democracia y me voy conmovido por otro grupo de personas que ni siquiera son capaces de reclamar lo más básico: ser tratadas como seres humanos. La fabulosa modernización y el enriquecimiento de la China han llegado acompañados también de lo peor del siglo XXI. Hoy ya poseen la primera economía del mundo, pero tienen un per cápita idéntico al peruano. Las ciudades levantan los edificios más vanguardistas, pero sus habitantes respiran un aire que es la antesala de la quimio- terapia. Y, recostadas sobre los escaparates más lujosos, las esclavas de nuestra era hacen un alto en su faena. Entonces, ante la modernización a cualquier precio, me regresa Chespirito; ante estas megaurbes desprovistas del único escudo que ostentaba el Chapulín: un corazón.