Escribe: Javier Torres Seoane


En medio de denuncias y escándalos en los que ya no parece importar si se trata de asuntos de mayor o menor monta, el gobierno de Ollanta Humala sigue cuesta abajo en la rodada. Aislado y peleado con casi todos sus aliados de la primera y la segunda hora, el único refugio del presidente parecen ser los viajes a pueblos y comunidades donde recuerda sus días de gloria electoral, cuando pregonaba aquella gran transformación que nunca llegó.

Acusado de traidor, frívolo e inepto por tirios y troyanos, sin grandes obras que inaugurar, sin mejor sucesor que el poco presentable Daniel Urresti, resulta más que incierto no solo su presente, sino sobre todo su futuro político. Sin embargo, ahora que va a iniciarse el último año de su mandato, y ad portas de la campaña electoral que lo irá relegando a una posición aun menos relevante, es bueno preguntarse si el fracaso de Humala es un síntoma de una enfermedad mayor.

Desde la izquierda, la lectura es bastante simple: Humala fue capturado por los intereses fácticos que contaron con la invalorable ayuda de su esposa, Nadine Heredia, y eso lo explica todo. Desde la derecha, la interpretación es incluso más banal: las pulsiones nacionalistas y antiinversión del presidente nunca lo abandonaron, y eso impidió que obtuviera la plena confianza del empresariado. Y punto.

En ambos casos, el presidente aparece bajo permanente sospecha, cargando una suerte de condena sea por su presente o sea por su pasado. A pesar de ello, hasta hace muy poco Humala gozó de la simpatía de una ciudadanía que desconfía de todo, especialmente de cualquier cosa que venga desde la esfera política. Pero algo cambió, sobre todo tras el estallido del caso Belaunde Lossio. Los medios nos convencieron de que Humala es un corrupto, y además de que la corrupción habría alimentado ciertos comportamientos frívolos de la primera dama.

Resulta más que curioso que sea la combinación corrupción-frivolidad el eje clave para la demolición de la imagen de la pareja Humala-Heredia. Curioso por la alta tolerancia a la corrupción que existe en nuestro país, donde la mayoría de los corruptos no solo no están presos, sino que tienen posibilidades de reelección presidencial pese a graves acusaciones en su contra, o son reelegidos como autoridades regionales y locales a pesar de tener procesos abiertos. Y donde un criterio para elegir es el mil veces repetido “no importa que robe, mientras haga obra”.

Y es curioso también porque la frivolidad en la política no es algo que sea condenado por una clase media emergente que vive bombardeada por propaganda aspiracional a raudales, y que parece más feliz mientras más sumergida está en el consumo. Es bueno recordar, además, cómo ciertas revistas cuyo contenido es básicamente la imagen celebraban hasta hace poco la transformación de la primera dama no solo en una mujer de mundo, sino en una representante del nuevo Perú, o, mejor dicho, de la Marca Perú.

Pero más allá de estas constataciones, lo que hay que preguntarse es ¿por qué la asociación corrupción-frivolidad pudo más que todos los ataques previos; por ejemplo, los lanzados desde el alanismo contra la llamada “reelección conyugal”, o las acusaciones de traición proferidas desde la izquierda, o las de chavismo encubierto repetidas veces desde la derecha (y desde muchos medios)? O, en palabras más claras, ¿qué expresa esto en términos de la cultura política de la sociedad peruana? ¿Se trata de un cambio que nos permite imaginar unas elecciones distintas el 2021, cuando un candidato que se proponga desde los valores de la austeridad republicana, al estilo de Pepe Mujica, tenga opción?

Ojala fuera así. Lo cierto es que, a los ojos de un importante sector de la ciudadanía, el problema no parece ser la corrupción en sí misma, sino el develamiento de la peor traición que un político puede cometer: la traición a sí mismo. La inconsecuencia no con el discurso –al final, nada más que palabras fácilmente arrastradas por el viento–, sino con la imagen que ellos mismos le habían ofrecido al país. Sobre todo la del presidente, cuya figura de militar austero no se condice con la que hoy nos ofrece la primera dama. Porque, para muchos, un presidente austero no puede tener una esposa que no lo sea, pues eso significaría que estamos hablando de una mujer con autonomía y de un esposo sin “autoridad”. Pero, si tal ha sido el razonamiento para que la ciudadanía deje de creer en el presidente, lo que expresa es lo profundamente conservadora que es nuestra visión del hombre y de la mujer en la sociedad.

La política siempre ha sido gesto y palabra, pero cada vez se ha vuelto más imagen. Y la consistencia de la imagen termina siendo lo más relevante. No las traiciones, no los cambios de programa, no las rupturas de alianzas, no los grandes bandazos. El electorado, al parecer, está dispuesto a perdonar todo eso. Si no, pensemos en Fujimori o García, tantas veces acusados y tantas veces perdonados por una ciudadanía que pareciera sufrir de amnesia.

Pero lo que no se puede traicionar es la imagen que el político ha construido de sí mismo. Quizás el problema es que Ollanta Humala ha sido y es el menos político de nuestros presidentes, el menos político de los políticos del Perú. Derruida su imagen, solo le queda esperar por un año en Palacio –con más pena que gloria– hasta entregar la banda presidencial y retirarse de la política. Mientras ello ocurre, lo más probable es que una Nadine Heredia impulsada por la campaña de demolición en su contra redefina su imagen, busque llegar al Congreso y asuma el liderazgo de lo que quede del nacionalismo, el cual, liberado de su pasado, quizás pueda pugnar por representar a ese sector emergente que aún no encuentra una adecuada expresión política.